viernes, 22 de febrero de 2013

Mala leche

No doy crédito a tanta mala leche”

José Sacristán, Goya al mejor actor el pasado domingo, habla sobre premios, políticos, fracasos ideológicos y sus inicios en el teatro aficionado

José Sacristán, en Madrid / samuel sánchez

Es uno de los nueve fundadores de la Academia y hasta el domingo no solo no había ganado un goya, es que ni siquiera había sido candidato. José Sacristán (Chinchón, 1937) por fin ha ganado el premio a mejor actor con El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo. Desde Roma (2004) hasta Madrid, 1987 (2011), el cine le ha llamado poco y aún menos le ha interesado lo ofrecido. Ahora, convertido en actor fetiche del cine más rompedor, en una versión 2.0 de la expresión “a la vejez, viruelas”, Sacristán está feliz, tranquilo y con el cabezón en la mano.
Pregunta. ¿Vivimos tiempos convulsos?
Respuesta. Sí, pero, ¿qué esperábamos de gobiernos de derechas? Y aquí la izquierda tiene tanta culpa… No ha estado a la altura, no ha sabido dar soluciones, no ha entendido a la gente. La impunidad de este gobierno nace de la debilidad de la izquierda.
P. ¿Qué le parecen las declaraciones del ministro Montoro sobre los actores y los impuestos?
R. Naturalmente que no se puede generalizar así, me parecen impresentables.
P. ¿Se esperaba esta reacción a la gala?
R. No doy crédito a tanta mala leche. Quien haya visto la gala no puede creerse esta reacción.
P. Da la sensación de que había gente esperándoles con ganas.
R. Está claro que hay algo ahí. Dicho esto, tengo muchos años y no voy a entrar a ladridos. Qué jauría, qué jungla.
P. Por fin, el Goya. Para alguien que ve el cine en un reclinatorio en una sala en su casa de campo debe de ser importante.
R. Sí y no. Porque todos tenemos ego, porque a todos nos gustan los premios. Y porque viene de los compañeros. Mi carrera ya está hecha desde mucho antes de que empezaran los Goya. Claro que alguna vez me dolió no ser candidato, pero el rencor es venenoso, no puedes regirte por él. Y por eso si no me volví loco entonces, no me puedo volver loco de alegría hoy.
P. Uno de los grandes del landismo, reconvertido en fetiche de la vanguardia.
R. Yo al landismo le tengo mucho respeto, y Alfredo Landa más. Yo era el meritorio de la compañía titular del teatro Infanta Isabel y él ya estaba allí. Él ya había hecho —joder, mira que pasan los años— Nacida ayer, que había sido previamente incluso una gran película. Ya tenía nombre. Yo defiendo el landismo y sus alrededores, cómo no, porque el de Chinchón —es decir, un servidor— iba viendo que se asentaba en el cine con esas películas. Con el tiempo la gente ve que Landa es un actor inmenso, inmenso. Sin ponernos exquisitos, hay que poner las cosas en su sitio y hacer justicia: para mí el landismo era que me sonara el teléfono, comer, trabajar… Mi primera película fue La familia y… uno más, y así se cumplía el sueño de un chaval de Chinchón. Y encima me pagaban. Joder, si tenía a un lado a Alberto Closas y al otro a José Luis López Vázquez.
P. Como muchos de su generación, usted ha pasado poco a poco de la comedia al drama.
R. Siempre ha existido una mirada por encima de mucho pijo, de mucho indocumentado sobre la comedia. Yo no tiro nada, y leí hace poco revistas de cine de hace cuatro décadas con críticas de llamémosles ilustres que crujían aquellas películas y nos ponían de vuelta y media. Y ahora venga a reivindicar. Salvando las distancias, Preston Sturges ha contado más cosas de nuestra sociedad que Francesco Rossi. Defiendo que esto es un juego. No quiero perder de vista el niño que yo era, la sensación de que estoy jugando. Por eso en mis personajes hay algo de mí. Siempre daré la cara por un género en el que dio sus mejores obras Billy Wilder.
P. Y llegó una transición hacia otro cine.
R. Hacia una tercera vía, si se puede denominar así. Dejé de perseguir suecas con mi amigo Alfredo y empecé a ponerle cara al españolito medio de los setenta. Somos una correa transmisora entre lo que ocurre y lo contado. Me preocupa la trascendencia, la huella que dejas, y el niño de Chinchón no me deja ser objetivo: defenderé mi trabajo hasta el final.
P. ¿Tiene la sensación de que cada vez son menos?
R. Sí, en los premios Forqué recibí el galardón de manos de un grupo de hijos y viudas de Sancho Gracia, Carlos Larrañaga, Juan Luis Galiardo, Tony Leblanc… Y eran unos tíos recios, los tres primeros unos galanes. De repente tuve el flash de que aparecía la muerte en mi vida. Esta temporada ha muerto tanta gente: Paco Valladares, Juan Carlos Calderón, Bernardo Bonezzi…
P. ¿Y le da a uno para recordar su infancia?
R. Sí, yo trabajaba como maestro tornero, y ya sabía yo que aquello no era lo mío. Empecé en grupos de aficionados, en uno como Los juglares. Pero, ¿quién le decía a mi padre que no volvía al taller? La suerte fue que la mili me tocó en Melilla, y entonces te ibas 18 meses. Aproveché eso para no volver al taller. Cuando regresé a Madrid, alguien me dijo que José Luis Alonso había hecho un comentario favorable a una interpretación mía antes de la mili, y me planté en su casa, a pedir lo que fuera. Me acuerdo cómo fui de Carabanchel a su casa en la calle Serrano, cómo me colé a espaldas del portero. Él trabajaba en el teatro Infanta Isabel. Le di pena, me hizo caso y empecé de meritorio, casi de meritorio del meritorio en la obra El cenador. Alfredo Landa y yo, entre función y función —había dos diarias—, nos preguntábamos si eso era ser actor. Había mucho funcionariado, sordidez, tarteras con comida fría en camerinos tristes. Bueno, lo que contaba Bardem en Cómicos. Me ganaba la vida como podía, ayudando en una editorial, en el teatro, contribuía lo que podía en mi casa. Era 1961. Me fui a América de gira en dos años y me volví porque aquello no daba para más y llegó el cine.
P. Y no ha parado.
R. No, porque no me lo permito. El cine me ha querido, el teatro más. Ahora estoy con Don Quijote… Sí, llevaba tiempo sin trabajar en el cine. Pero es que el teatro me ha dado mejores oportunidades. Estoy encantado con que mi vuelta se deba a películas tan distintas como El muerto y ser feliz o Madrid 1987, con directores tan especiales y estupendos como Javier Rebollo o David Trueba. Porque me han empujado a jugar, y, en el caso de Rebollo, a volver a Argentina, mi nación adoptiva.

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