domingo, 13 de enero de 2013

Es igual/ cuento corto

Mar de Historias
Esigual
Cristina Pacheco
Como siempre pasa, en cuanto mi tío Ciriaco murió todos en el pueblo empezaron a descubrirle cualidades y a calificarlo con menos rigor. De buenas a primeras interpretaron su locura inofensiva como el simple desvarío de un alma buena y diagnosticaron su parloteo –por lo general incomprensible– como resultado de un soplo de aire frío aspirado por el bebé en el momento de nacer.
En los afanes reivindicatorios no faltó quien llegara a afirmar que Ciriaco –hermano de mi abuela y por tanto mi tío-abuelo– había muerto en olor de santidad. Exageraciones. Lo que emanaba su cuerpo era un persistente tufo a orines que se imponía al olor del jabón de teja con que lo obligaban a bañarse los sábados: no todos y más bien espaciados.
Por la expresión de su cara dedujimos que la muerte de mi tío Ciriaco había sido indolora, tranquila y tan natural como puede serlo en una persona de más de 90 años. A cambio de esa certeza ignoraremos para siempre a qué hora de la noche pereció. El único testigo de su fallecimiento fue Esigual: un perro magro de ojos verdes, patas largas y una sola oreja. Apareció en la casa ya mutilado. Atribuimos la pérdida a la riña con una jauría abusiva, pero un lugareño del pueblo cercano afirmó que al perro le había cercenado la oreja un carnicero brutal ansioso de vengarse por el hurto de un buen trozo de carne.
Esigual no es un nombre afortunado, pero sí muy eficaz para describir la naturaleza de un animal soberbio, indiferente y tan decidido a conseguir sus propósitos como para soportar los gritos, los amagos de apaleo y las cubetadas de agua con que Severa, nuestra sirvienta, siempre intentó alejarlo de la casa, en especial si el perro cometía faltas graves como robarse comida, desprender la ropa del tendedero en el corral o dejar un mojón tieso a mitad del corredor.
II
Esigual era poco más que un cachorro cuando apareció frente a nuestra casa. A las seis de la mañana, hora en que acostumbraba barrer la calle, Severa lo descubrió echado en la banqueta, dormitando con la cabeza sobre sus patas delanteras. Enternecida de ver que al animalito le faltaba una oreja, se inclinó para acariciarlo y le prometió que en cuanto terminara su tarea le llevaría algunos desperdicios de la noche anterior.
El perro siguió durmiendo, pero en cuanto vio que Severa entraba en la casa corrió tras ella y llegó hasta la cocina: el imperio en donde nadie más que Severa podía reinar y mucho menos un perro. Irritada por la osadía del intruso la sirvienta pidió ayuda para echarlo de la casa.
Sorprendidos, todos acudimos al llamado. Apenas Ciriaco vio al perro se tapó los oídos con las manos y, hecho un mar de lágrimas, soltó uno de sus incomprensibles parloteos que de seguro aludían a la mutilación del perro. Excitado por los gritos y por nuestro alboroto, el animal se puso a ladrar. Mi abuela nos pidió calma y le ordenó a Severa que lo arrojara a la calle. Ciriaco gritó de nuevo, hizo aspavientos, unió los brazos y los balanceó acunando el vacío. Mi abuela comprendió que el movimiento era una súplica para quedarse con el perro y dio su veredicto: ¡No! Agria como siempre, irritada como pocas veces, Severa la secundó con una retahíla de motivos para deshacerse del recién llegado.
Apoyada en esos argumentos, mi abuela generalizó la orden: No se queden nada más mirando. ¡Sáquenlo de aquí Lo intentamos de varias maneras, pero fue inútil porque el perro se nos escapaba con habilidad felina. En pocos minutos la pesquisa tomó las dimensiones de una cacería. La cocina se llenó de jadeos, órdenes y contraórdenes: ¡Cierren la puerta para que no vaya a meterse en las piezas! ¡Abran la ventana para que se largue! Traigan un mecate. Dale un escobazo! ¡Échale agua! En respuesta, el perseguido, en un acto de franca provocación, levantó la pata junto al brasero que era como el altar de nuestra querida sirvienta.
Más gritos, más jadeos, más órdenes y contraórdenes hasta que al fin Severa logró atrapar a su enemigo y llevarlo hacia la puerta. No pasó del dintel porque Ciriaco saltó sobre ella, la despojó del perro y huyó a su cuarto. A partir de ese día fue también el de Esigual. Severa no encontró un término más adecuado para definir a un ser indiferente a todo y a todos, excepto al tío loco.
Hasta su muerte, Ciriaco no tuvo mejor compañero ni nadie que secundara sus intrincados parloteos con tanta precisión como Esigual; tampoco encontró un escucha más atento para los desafinados y nocturnos conciertos de armónica con que alejaba su locura, su soledad y su miedo a las tinieblas.
IV
Hicimos el velorio en la casa, concretamente en la sala. En el sitio donde siempre había estado una mesa de centro se colocó el catafalco. En el ataúd, vestido con su eterno overol, mi tío Ciriaco guardaba una quietud serena. Cerca, con la cabeza apoyada en las patas delanteras, Esigual parpadeaba y de vez en cuando emitía un lamento prolongado y suave.
Esigual se sumó al cortejo. Caminaba pegado a la carroza. Iba lento, cabizbajo, como si le pesara la cabeza. Durante la ceremonia se mantuvo apartado. Pensé que lo horrorizaban nuestros gemidos y el movimiento de las palas con que los enterradores trabajaban. En el instante en que el ataúd descendió hasta el fondo, Esigual se acercó y, para nuestra sorpresa, dejó caer la armónica con que mi tío exorcizaba sus temores. Se escuchó un golpe apenas perceptible, como el de otro terrón deshaciéndose sobre la madera. En ese momento mi tío Ciriaco empezó a entonar su eterno concierto de silencio.
Esigual sobrevivió a mi tío menos de un año. En todo ese tiempo visitó su tumba a diario hasta que por fin ya no pudo alejarse. Y allí sigue enterrado quien fue el compañero fiel de un hombre inofensivo, bueno, loco. Algunos lo calificaron también de santo. Exageraciones.

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