martes, 30 de octubre de 2012

México, el país está en otra parte.

El país está en otra parte
Pedro Miguel
Llega a su tramo final el espuriato que empezó en diciembre de 2006 entre conatos de represión masiva, desfiguros en San Lázaro y una indignación popular vehemente pero desarticulada. Para entonces no quedaban en Felipe Calderón rastros del joven abogado comprometido con la democracia. La ambición y los intereses lo habían carcomido por dentro y se aprestaba a servir de gerente y abogado de los poderes fácticos empresariales, mediáticos y caciquiles y al gobierno de Estados Unidos.
Sus promesas formales consistían en bienestar, empleo, desarrollo, rebasar por la izquierda, y todo eso. Su verdadero proyecto de gobierno tenía por objetivos facilitar el saqueo de los bienes nacionales por monopolios y trasnacionales, el impulso la concentración de la riqueza en unas cuantas manos, la continuación del proceso de devaluación de la población en general iniciado con Salinas y la entrega del país a los designios geopolíticos de Washington y a los intereses de las industrias militares y paramilitares, siempre ávidos de nuevos escenarios bélicos. En términos generales los consiguió todos, si bien tuvo que dejar pendiente, por causas de resistencia mayor, la privatización de las partes medulares de la industria petrolera.
La magna obra de destrucción nacional desde el Ejecutivo federal a lo largo de estos seis años resulta más visible en la demolición de la paz social y del estado de derecho. El calderonato ha empeñado en esa tarea un esfuerzo persistente y sostenido que incluye el establecimiento del terror militar en ciudades y regiones, la millonaria propaganda de guerra, la ofensiva legislativa contra las garantías individuales, y la cesión del control territorial a la delincuencia organizada para después usar ese control como coartada de arbitrariedades, atropellos e incluso atrocidades de lesa humanidad. En este sexenio las balaceras se volvieron combates, la violencia devino espectáculo televisivo –aunque posteriormente haya sido censurada, a la vista de los resultados contraproducentes que generaba, pues ponía en evidencia la ingobernabilidad–, el ejercicio de los derechos humanos quedó reducido a una exasperada sensación de impotencia e indefensión y el asesinato dejó de ser motivo de pesar para convertirse en objeto de celebración oficial: ahora se festeja, a costa del erario, a cada presunto delincuente abatido por las fuerzas del orden.
Una decena de bajas en cualquier bando (si es que hay bandos) ya no es motivo de indignación y escándalo, sino parte del acontecer rutinario de México.
Bajo este paroxismo de violencia armada hay una violencia menos referida en los medios pero más profunda y determinante: el despojo generalizado a la población por las vías de la privatización de bienes públicos, la corrupción en contratos y concesiones, la ofensiva contra el salario y los esquemas fiscales que favorecen a los grandes capitales y perjudican a los individuos en su carácter de trabajadores y consumidores. El resultado de esa violencia es un desempleo inmenso, aunque minimizado por el maquillaje de las cifras oficiales, el crecimiento de la marginación y la pobreza, la destrucción de tejido social y la proliferación de la desesperanza y el cinismo.
Calderón ha cumplido con la tarea para la que fue impuesto en el cargo. Alentó el engrose de las principales fortunas del país, restauró las redes de complicidad que mantienen unido al sistema político y ahora se apresta a entregar la titularidad del Ejecutivo federal a un nuevo gerente general que, según los planes, habrá de dar continuidad a los negocios jugosísimos del saqueo, la destrucción y la muerte. Si todo sale bien –el régimen oligárquico sabe que estos 30 días son un tramo particularmente peligroso para su hegemonía–, Calderón podrá seguir relajándose en go-karts, de la mano de Eruviel Ávila, mientras prosiguen los trabajos rutinarios de entrega-recepción de lo que queda de la administración pública. Por su parte, Enrique Peña Nieto se prepara para asumir el cargo en una forma extraña para cualquier otro, pero común en él: en vez de recorrer el país para empezar a entrar en contacto con la suma de catástrofes a la que, se supone, tendría que hacer frente, opta por la ausencia, como si estuviera a punto de ser el próximo presidente de Finlandia.
Las cosas parecen marchar bien en la esfera de lo institucional. Pero queda la impresión de que el país está en otra parte.

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