Quién pudiera reír como llora ella
Será difícil, por ejemplo, olvidar cómo la conocí. Fue una noche de
hace unos veinte años, en Madrid, en la sala Morasol. Dijo: “Yo vivo en
el bulevar de los sueños rotos”. Y yo tuve que escribirle una canción
con esa frase. Ya se había recuperado de su alcoholismo. Calculaba que
había bebido algo así como 1,8 millones de botellas de tequila y solía
decirme cuando me veía beberlo a mí: “Joaquín, ese tequila tuyo es muy
malo; el bueno de verdad ya nos lo bebimos José Alfredo Jiménez y yo”.
Al conocer la triste noticia, que todos veníamos anticipando, he sentido
la necesidad de bajar al bar a tomar uno a su salud, aunque el brebaje
sin ella siempre será de los malos.
Aquella primera vez, pedí a Pedro Almodóvar que nos presentara. Al acercarme, escuché cómo él le contaba quién era yo, pues Chavela no tenía la menor idea. “La admiro desde niño”, le dije. “Yo también le admiro mucho a usted”, contestó. Ante la mentira, exclamé. “Vete a la mierda”. Nos fundimos en un largo abrazo que nunca aflojamos hasta ayer mismo, incluso aunque no pudiéramos vernos en su última visita a España, un viaje que quizá no debió hacer, pues no estaba en condiciones. Entonces, yo estaba de gira y a ella la ingresaron en un hospital.
Con su desaparición, se pierde una manera de cantar llorando, un quejío inigualable, una expresividad fuera de lo común. Unos cojones y unos ovarios nunca vistos en la música popular desde la muerte de Roberto Goyeneche. Ella no vendía una voz, vendía un estilo. Era una maestra en perder la primera al tiempo que ganaba lo segundo. Algo en lo que yo, sin duda, tengo mucho que aprender. En estos momentos de pérdida me digo, como en la canción: ¡Quién pudiera reír como llora Chavela! Y recuerdo estas palabras de Almodóvar: “Desde Jesucristo, nadie ha abierto los brazos como ella”.
Aquella primera vez, pedí a Pedro Almodóvar que nos presentara. Al acercarme, escuché cómo él le contaba quién era yo, pues Chavela no tenía la menor idea. “La admiro desde niño”, le dije. “Yo también le admiro mucho a usted”, contestó. Ante la mentira, exclamé. “Vete a la mierda”. Nos fundimos en un largo abrazo que nunca aflojamos hasta ayer mismo, incluso aunque no pudiéramos vernos en su última visita a España, un viaje que quizá no debió hacer, pues no estaba en condiciones. Entonces, yo estaba de gira y a ella la ingresaron en un hospital.
Con su desaparición, se pierde una manera de cantar llorando, un quejío inigualable, una expresividad fuera de lo común. Unos cojones y unos ovarios nunca vistos en la música popular desde la muerte de Roberto Goyeneche. Ella no vendía una voz, vendía un estilo. Era una maestra en perder la primera al tiempo que ganaba lo segundo. Algo en lo que yo, sin duda, tengo mucho que aprender. En estos momentos de pérdida me digo, como en la canción: ¡Quién pudiera reír como llora Chavela! Y recuerdo estas palabras de Almodóvar: “Desde Jesucristo, nadie ha abierto los brazos como ella”.
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