viernes, 3 de agosto de 2012

¿Quo vadis Hispania?

Quo vadis Hispania?’

La crisis económica acentúa las tensiones entre centro y periferia y se constituye así en marco y en impulsor de una fragmentación del Estado que el federalismo hubiera podido conjurar

En 1984 este diario organizó en Girona con El Monun coloquio sobre el tema “¿qué es España?”. Durante una de las sesiones, desde el público, formulé a Javier Pradera la pregunta de si no hubiera sido mejor el establecimiento de un Estado federal, en vez del Estado de las autonomías, y nuestro desaparecido amigo ofreció una explicación convincente: al federalismo se oponía entonces el grado de desarrollo político muy desigual de las comunidades. Hubiera sido entonces un error forzar la participación equiparable de las mismas en la organización del Estado. El tema es si transcurridas varias décadas, la objeción sigue siendo válida.
Esa desigualdad de situaciones de partida hizo obligado el hallazgo del Estado integral en la Segunda República, antecedente de la Constitución italiana de 1948. La guerra civil impidió entre nosotros que el goteo de Estatutos culminara, mientras en Italia funcionó sin demasiados problemas, habida cuenta de que los verdaderos conflictos, como el Tirol del Sur o Sicilia constituían la excepción dentro de la regla unitaria nacional. La cuestión de fondo irresuelta desde el Risorgimento, la integración asimétrica del Sur, se planteaba entonces y ahora desde otras coordenadas, y el invento de Padania, ligado asimismo al desarrollo desigual dentro del espacio económico italiano, es un fenómeno reciente y de otras características.
En España, el problema viene de lejos y siempre resulta útil mirar a Francia para establecer una comparación, ya que ambas fueron lo que en el siglo XVIII se llamó “monarquías de agregación”, donde en un proceso secular iban sumándose territorios en torno a un núcleo, el dominio real en Francia, la Corona de Castilla en España —con el contrapunto hasta 1714 de la Corona de Aragón—, desarrollando una pretensión centralizadora en el Antiguo Régimen que no anuló a ambos lados de los Pirineos la singularidad jurídico-política de los pays d’États o de los territorios forales. El corte llegó en Francia con la Revolución, que al abolir las particularidades históricas sentó las bases de un Estado-nación consolidado en el siglo y medio sucesivo. Mientras tanto, en España el proceso de construcción nacional, fijado ideológica y constitucionalmente en 1812, se vio afectado por una sucesión de estrangulamientos, a partir del atraso económico, pero también en la enseñanza, en la participación política, hasta desembocar a fines del siglo XIX en una crisis general de la identidad española que abrió paso al auge de los nacionalismos periféricos. No fue cuestión de esencias nacionales, ya que en Francia hay también vascos, catalanes, e incluso bretones, sin que existan movimientos nacionalistas susceptibles de cuestionar como en España la supervivencia del Estado-nación. Y el brutal intento unificador del franquismo sirvió solo en definitiva para agudizar aún más las tensiones.
En Cataluña, el independentismo podría constituirse en expresión del malestar social
La solución democrática estaba ahí desde que en 1840 nuestro primer republicanismo, con Cataluña al frente, propusiera la organización federal de España. Contó con un gran teórico, Pi i Margall, y también con un gran antídoto para su puesta en práctica por el fracaso de 1873. En 1931 el espectro de la Federal propició el viraje hacia el Estado integral, el cual a su vez sirvió de antecedente para el Estado de las autonomías, el cual en buena medida constituyó un éxito, al conciliar en la mayoría de los casos la identidad regional en formación con la española y fomentar una gestión más próxima a los ciudadanos, atenta a las especificidades culturales y a la exigencia de normalización lingüística en las nacionalidades. Solo que el Estado autonómico ignoró la exigencia que en la historia ha marcado el buen éxito del federalismo, consistente en crear mecanismos horizontales de coordinación de los Estados miembros —un Senado de verdad— y fijar inequívocamente los límites —sobre asunción de competencias cuasi-estatales y endeudamiento— respecto del Estado central.
Desde el principio, faltó articulación y se sucedieron conflictos verticales: “En pocos años —constataba Eliseo Aja— se han planteado ante el Constitucional 10 veces más conflictos de competencias que en cuatro décadas en la República Federal Alemana”. Con el complemento de la duplicidad administrativa y la ausencia de corresponsabilidad fiscal, los nacionalismos se presentaron como portadores auténticos de los intereses propios, sin que en los años dorados pudiera percibirse el riesgo de un gasto excesivo que ahora ha estallado con la crisis. Con tanta mayor incidencia sobre las élites nacionalistas, cuanto que antes no era posible renunciar a la unidad de mercado y ahora siempre cabe abrigar la esperanza de un despliegue de la potencialidad vasca o catalana en el seno de Europa, libres de la camisa de fuerza española. Mientras germinaba la crisis.
La cuestión de fondo es si el Estado español soportará una crisis que acentúa las tensiones entre centro y periferia. Existe un antecedente próximo, la disolución de la URSS, en la cual el desplome económico jugó un papel determinante. Ante el hundimiento de la Hacienda soviética, los distintos Estados miembros actuaron con estrategias inspiradas por el principio de “sálvese quien pueda”. Era también la posibilidad para las elites regionales comunistas de afirmarse definitivamente como cabezas de los nuevos Estados.
En el País Vasco, no la economía sino las próximas elecciones autonómicas serán las que fijen las perspectivas de futuro
Algo que en otras circunstancias puede asimismo suceder entre nosotros, con el aliciente de los ejemplos exteriores que tanto contribuyó a la fragmentación de Europa desde 1989. Entonces se abrió la puerta a un alumbramiento de nuevas entidades estatales, congelado desde 1945: la radicalización del PNV respondió a dicho incentivo. Y ahora despunta una expectativa aun más influyente: el referéndum de Escocia por su independencia. Nacionalistas catalanes y vascos piensan que si la secesión escocesa triunfa, nada deberá oponerse a sus propósitos. Y en Euskadi, se maneja el argumento adicional, tomado del mito sabiniano, de que así como los escoceses exhiben en la independencia perdida en 1707, los fueros vascos equivalían a independencia hasta 1839.
En principio, la posibilidad de una fractura parecía limitada al País Vasco. Ahora cobra fuerza la perspectiva de que Cataluña tome la delantera, después de la catastrófica maniobra de Zapatero y Maragall al impulsar un nuevo Estatuto; de esa peripecia han salido una buena dosis de frustración, resentimiento frente a “Madrid” y, en consecuencia, una subida en flecha del independentismo. Así las cosas, la evolución de la crisis revestirá una importancia decisiva, según pudo apreciarse al plantear el gobierno central una intervención sobre algunas comunidades, y responder de inmediato Mas con la amenaza de nuevas elecciones en Cataluña, acompañadas del espectro de la ruptura. La asimilación al concierto vasco constituye el objetivo, difícil de atender ahora, sin justificación histórica, pero que ofrece un evidente atractivo para los ciudadanos catalanes. De persistir y agudizarse la tensión, el independentismo puede muy bien constituirse en expresión del malestar social, toda vez que la izquierda (PSC e IC) carece de una estrategia propia.
Otro tanto sucede en Euskadi, también aquí con 2015 como fecha mágica, con un PSE al borde de despedirse para siempre del gobierno vasco, impulsado además por su presidente a jugar el juego del nacionalismo. Antes que la economía, serán las próximas elecciones autonómicas las que fijen las perspectivas de futuro, ya que el soberanismo pragmático del PNV puede encontrarse en un callejón sin salida de triunfar la izquierda abertzale, con cuyo objetivo político coincide formalmente. Al igual que en Cataluña, la defensa abierta de España queda reducida a un PP condenado a ser aun más minoritario gracias a Rajoy. Aun con buenos resultados, será difícil evitar que Urkullu proponga un nuevo tipo de vinculación con el Estado, de signo confederal, comparable en el fondo, ya que no en la forma, con el periclitado plan Ibarretxe. Y Bildu estará ahí para impedir retrocesos.
Ciertamente, nada en la Constitución autoriza semejantes derivas, pero según advirtiera la Corte Suprema de Canadá, la fuerza no es el procedimiento para resolver tales cuestiones en democracia. La crisis económica se constituye así en marco y en impulsor de una fragmentación del Estado que el federalismo hubiera podido conjurar.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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