lunes, 13 de agosto de 2012

Chavela, candela.

Aprender a Morir
Chavela, candela
Hernán González G.
La candela se enciende e ilumina, incluso ensancha almas. Voy a ir a mi propio velorio, pero a burlarme de mí, fue una de las muchas ocurrencias que en su libérrima vida tuvo María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano (San Joaquín de Flores, Costa Rica, 17 de abril de 1919-Cuernavaca, México, 5 de agosto de 2012), mejor conocida como Chavela Vargas, singular cantante ranchera oriunda de la apacible nación centroamericana, pero poseedora de un sentimiento y una expresión profundamente mexicanos y universales a la vez, si bien su reconocimiento internacional haya sido tardío.
Llegó a nuestro país en la segunda mitad de la década de los 30, en plena conmoción cardenista, con una belleza adolescente y brava que le impediría encajar del todo en el competido ambiente musical de entonces, pero con unas resonancias de raza que le permitieron sobrevivir con su trabajo y seducir con la fuerza de su personalidad y el navajazo de su voz dolorida y magnífica.
Aquí se hizo no sólo la enorme cantante que fue, sino también de las mejores malas compañías que escoger pudo: Frida, Diego, José Alfredo, entre otros santos laicos mexicanos, al calor de (a)hogar del Tenampa. Durante medio siglo se bebió la vida y el licor que quiso, escandalizó una sociedad que lejos de avanzar en lo musical ha retrocedido, no por falta de talento, sino de voluntad política y de visión empresarial, y un buen día, sin alardes, se ordenó a sí misma dejar de beber y lo consiguió.
Setentona y seductora, a mediados de los 90 es redescubierta en España, cuando el mediocre sistema de música comercial de México ya la había enterrado, siendo que gozaba de cabal salud en la luminosa casa que rentaba a su amiga Emma Teresa Ortiz, La Monina, a las faldas del imponente cerro El Chalchi, en Tepoztlán, acompañada de fieles cuidadoras y de Lola, una perrita xoloescuintle.
Entre las mejores creaciones de Chavela, aunque con discreto arreglo, está El día que me dijiste, fragmento de un bello poema de José María Gurría Urgel, al que la menor de sus hijas, la talentosa escultora Gela Gurría, le puso una intensa melodía: La noche que me dejaste/ los millones de luceros/ de tus ojos se escaparon/ y en mi pecho se metieron/ equivocados de noche/ equivocados de cielo…
Con su voz, Chavela recuperó la de tantas mujeres silenciadas o enmudecidas, y nos deja el testimonio de su libertad, su pasión y su congruencia.

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