Más rápido que el tiempo
El asombroso Usain Bolt se acerca a la leyenda inolvidable consiguiendo su segundo oro olímpico en los 100 metros con una marca de 9,63s, la segunda mejor de la historia
¡Usain! ¡Usain! ¡Usain!, y así decenas de veces. Sin el ritmo de un dancehall
ni de un rap. Pero rítmico. La grada, entregada a su dios, al dios de
la velocidad. Las 10 de la noche casi en la capital británica y Bolt da
la vuelta de honor dando pingoletas, y Yohan Blake, ahora su delfín, no
ya su rival, le escolta. Camino de la leyenda, Usain Bolt hizo una breve
pausa en Londres. Apenas 9,63s, el tiempo suficiente para tomar impulso
y lanzarse enorme, gigante, hacia su siguiente desafío, los 200 metros
que le esperan el próximo jueves. No hubo récord del mundo esta vez (no
se dieron las condiciones), pero sí hubo récord olímpico, seis
centésimas menos que en Pekín hace cuatro años, la segunda mejor marca
de la historia, a cinco centésimas de los imposibles 9,58s de Berlín. Y
hubo, sobre todo, un mensaje claro, nítido, del jamaicano en Londres, la
metrópolis de su país hasta hace justo 50 años hoy en que la isla
proclamó su independencia. Todos los desafíos a que se enfrentaba, las
dudas sobre su valor, la soberbia de sus rivales, las derrotas repetidas
ante el joven Blake, los temores por su espalda, la torpeza de su
salida, volaron hacia la nada. Bolt es el mejor. ¿Alguien lo dudaba?
El ambiente lo electrificó Bolt, su rayo, su tormenta propia. La velocidad con que sus piernas derrotaron a la duda grosera, innoble; al voluntarismo de su amigo Blake, tan cercano. La noche mágica cayó de pronto desde el cielo, desde la calle siete (pero el sexto hombre por la derecha) mirando de frente: a su izquierda, Gatlin, el campeón olímpico de Atenas, el jamón de un sándwich en el que la otra rebanada de pan era Blake. Y un poco más allá, en pareja, Gay y Powell. Los cuatro hombres más rápidos de la historia, todos por debajo de 9,80s alguna vez en su vida, por primera vez codo con codo, rozándose casi, sintiendo la respiración agitada del otro, el temblor de sus manos y piernas al colocarse contra los tacos. Desafiándose en el misterio. Salieron antes todos que Bolt, que les dejó coger unos metros, que los siguió a una zancada, que, cuando introdujo su aceleración única a los 45 metros, empezó a sorberlos como una gigantesca máquina de succionar, que a los 65, casi 70, les tuvo a su altura una centésima, nada, el tiempo justo de pasarlos y dejarlos atrás, olvidados. Eso es Bolt, una fuerza imparable que cuando coge velocidad no hay nadie, ni los más perfectos, ni los mejores, que les puedan hacer frente. No celebró la victoria hasta que no cruzó la línea, no se anticipó como en Pekín. Detrás, ordenados, previstos, el campeón del mundo Blake (9,75s), plata, y Justin Gatlin, el estadounidense renacido, bronce (9,79s).
Era agosto, pero era Londres. Brisa fresca, 1,5 metros por segundo a
favor, pista rapidísima, luz gris oscura de anochecer veraniego que
diluye las formas. 17 grados frescos. No era el calor sudoroso de Pekín,
la atmósfera irrespirable del Nido de Pájaro que anunciaba el
inevitable acontecimiento; tampoco el calor seco de Berlín un año
después, la noche que Bolt pareció un algo llegado de otra galaxia, un
cuerpo de hombre, una maquinaria de vaya usted a saber qué, dónde. Y así
de claro salió su mensaje de sus piernas, de su pose, de su manera de
devorar los metros, de su juego de tobillo que como en un ejercicio de
indolencia aparente, de facilidad, alargaba la zancada al caer, la
lanzaba hacia al infinito al rebotar de nuevo, 200 kilos de fuerza
ejercida contra el elástico tartán de Mondo. Y así 40 veces. 40
gigantescas veces. A 40 por hora. Un bólido.
Muchos miles en el estadio, muchos millones en su casa, pudieron
anticipar un par de horas antes lo que ocurriría, intuyeron la solución
al misterio por la forma en que se habían resuelto las semifinales.
Gente como Ato Boldon, el extravertido exatleta caribeño que mientras
corría rápido por los pasillos del estadio hacia los servicios en una
pausa mínima en la excitación de la noche hizo gala de sus conocimientos
en apenas décimas de segundo, el tiempo que tardó en abrir la puerta y
desaparecer. Telegráfico habló el sprinter que tan gracioso y
certero era cuando compartía carreras y bromas con Mo Greene en el
campamento californiano de John Smith. Así pronosticó la final: Bolt,
segundo Blake muy cerca, en menos de 9,70s. Lo hizo poco después de tres
semifinales en las que los estadounidenses quisieron mostrar su
fortaleza (serísimo Gatlin corriendo la primera semifinal en 9,82s para
acogotar al holandés Martina; y luego, en la tercera, exagerado en el
esfuerzo Gay, 9,90s, para privarle el derecho de relajarse a Blake,
9,85s) y todo lo que lograron fue fabricar la mejor vitrina, el marco
más espléndido, para que Bolt brillara como ninguno. Bolt serio en la
salida después de unas bromas que recordaban a sus mejores tiempos. Bolt
fuerte en la puesta en marcha, seguro, sin arriesgar. Bolt creando una
distancia insuperable respecto a Bailey, el tercer sobrino de Sam en
liza; Bolt, midiendo sus zancadas y cruzando ya su mirada, de lado a
lado de la pista, desierta a su altura, llegada la 30, a casi metros aún
de la meta, y relajándose. Y pese a eso corriendo por debajo de 9,90s,
en 9,87s.
Y dos horas después, la intuición se hizo carne, y después palabra e imagen, y así se escribirá, se cantará, se filmará su leyenda. La de Bolt, el rayo, la tormenta.
El ambiente lo electrificó Bolt, su rayo, su tormenta propia. La velocidad con que sus piernas derrotaron a la duda grosera, innoble; al voluntarismo de su amigo Blake, tan cercano. La noche mágica cayó de pronto desde el cielo, desde la calle siete (pero el sexto hombre por la derecha) mirando de frente: a su izquierda, Gatlin, el campeón olímpico de Atenas, el jamón de un sándwich en el que la otra rebanada de pan era Blake. Y un poco más allá, en pareja, Gay y Powell. Los cuatro hombres más rápidos de la historia, todos por debajo de 9,80s alguna vez en su vida, por primera vez codo con codo, rozándose casi, sintiendo la respiración agitada del otro, el temblor de sus manos y piernas al colocarse contra los tacos. Desafiándose en el misterio. Salieron antes todos que Bolt, que les dejó coger unos metros, que los siguió a una zancada, que, cuando introdujo su aceleración única a los 45 metros, empezó a sorberlos como una gigantesca máquina de succionar, que a los 65, casi 70, les tuvo a su altura una centésima, nada, el tiempo justo de pasarlos y dejarlos atrás, olvidados. Eso es Bolt, una fuerza imparable que cuando coge velocidad no hay nadie, ni los más perfectos, ni los mejores, que les puedan hacer frente. No celebró la victoria hasta que no cruzó la línea, no se anticipó como en Pekín. Detrás, ordenados, previstos, el campeón del mundo Blake (9,75s), plata, y Justin Gatlin, el estadounidense renacido, bronce (9,79s).
La intuición se hizo carne, y después palabra e imagen, y así se escribirá, se cantará, se filmará su leyenda
El ambiente lo electrificó Bolt, su rayo, su
tormenta propia. La velocidad con que sus piernas derrotaron a la duda
grosera, innoble; al voluntarismo de su amigo Blake
Y dos horas después, la intuición se hizo carne, y después palabra e imagen, y así se escribirá, se cantará, se filmará su leyenda. La de Bolt, el rayo, la tormenta.
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