miércoles, 21 de marzo de 2012

México. El estado laico.

Los reinos de lo invisible y los infiernos terrenales
Javier Aranda Luna
Ahora que un grupo de legisladores debate sobre el Estado laico a partir de razonamientos como lo que redunda no hace daño” o “lo que abunda no perjudica”, deberían multiplicar su curiosidad con textos de historia para que puedan redundar sobre esta realidad de hierro: el Estado laico no es un Estado antirreligioso, no limita nuestra libertad para profesar la religión que más nos guste y tampoco es un elemento accesorio de la democracia, sino el pilar que le da sustento. No hay democracia sin Estado laico.

Alguno de los sandios impulsores de las reformas que pretenden limitar al Estado laico y cuyo nombre olvido porque son legión, masa amorfa o pueblo de dios, como ellos se denominan, ha dicho que se busca garantizar “la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión…”

¿No se habrá enterado este político de que cualquier intento de regirnos con fines éticos ha estado condenado al fracaso de manera cíclica, como documentó Carlos Monsiváis? ¿Que la creencia fanática en una idea no sólo la pervierte, sino que reiteradamente la convierte en su contraria? Y mejor aún, como escribe Karl Popper: “¿No nos enseña la historia que todas las ideas éticas son perniciosas, y a menudo las mejores de ellas son las más perniciosas?”

Vamos, ¿sabrán estos vocingleros de los Altos Valores que los intentos por instaurar el reino de los cielos en la tierra sólo ha creado infiernos y sembrado calaveras?

El Estado laico, la educación laica garantiza que cada uno tenga la fe que quiera o que no tenga ninguna y eso no lo señale como una persona carente de valores. ¿Cuántos ateos no nos han dado grandes lecciones de humanidad, de solidaridad? ¿Cuántos devotos como Marcial Maciel y quienes lo siguen encubriendo –del empresario que pide que la ropa sucia se lave en casa al altísimo clero que se ha hecho de la vista gorda– no son sino prueba indudable de la presencia del mal no como entidad supraterrena, sino como miseria cotidiana y tangible?
La fe es un asunto personal: uno puede creer en el embarazo divino que en una mujer mortal ejerció Zeus, como bien señala A.C. Grayling en Contra todos los dioses, o en la virgen preñada por el espíritu santo, en una espada, en un talismán hecho con las entrañas de las aves, en el destino marcado por los restos del café o por los arcanos del tarot.

El Estado laico garantiza que uno pueda creer en lo que quiera. A condición, claro, de no coaccionar al otro con sus credos, de no obligarlo a que pague templos ajenos o sus nichos o sus fiestas de aguardiente en nombre de usos y costumbres o que le impida el uso de panteones o escuelas públicas.

El Estado laico además posibilita el desarrollo de la sociedad del conocimiento, la única que nos permite un mejor futuro. Los legisladores reformistas también podrían redundar en el conocimiento de que ninguna teoría de la astrofísica o la biología ha provocado guerra alguna y las religiones en cambio han dado lugar a muchas. Las religiones de amor, nos recuerda el imprescindible Edgar Morin, han sido capaces de las peores crueldades.

La ética del ciudadano, creyente o no, no debe estar por debajo de cualquier ética religiosa. Ese es el imperativo moral.

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