viernes, 30 de marzo de 2012

Juan Villoro, escritor mexicano y su novela

Daños elegidos
En un extraño paraíso turístico, la diversión incluye experiencias de violencia en pequeñas dosis.
Juan Villoro, escritor de culto mexicano, crea en 'Arrecife', su nueva novela, un complejo relato sobre la amistad en la “tercera juventud”, con el narco de por medio


En el origen de los relatos de Juan Villoro (México, 1956) suele ocultarse una imagen o un sueño detenido. En Arrecife (Anagrama), el núcleo argumental básico se corresponde con una postal paradisiaca, en un hotel de descanso en el Caribe, como hay tantos en México, pero en el lateral, una situación, que no se identifica si es de juego o de violencia, altera el paisaje. Esa arista perturbadora tiene que ver con la búsqueda de emociones fuertes y el contexto de violencia en que se mueve México, con cuerpos que aparecen decapitados en lugares imprevistos, como Acapulco, antaño edén turístico. “Me gustó poner en tensión ambas cosas. El narco y los clientes de un resort ansiosos de peligros controlados”, cuenta Juan Villoro, en su piso del Eixample barcelonés, decorado en un estilo minimalista, con los muebles justos y espacio para moverse. El escritor, uno de los autores de culto de su país, acaba de regresar de México. Vive entre los dos continentes. Ha gestionado la entrevista por su cuenta, sin agentes ni editores de por medio. Sobre la mesa de la cocina reposa el ordenador encendido. Escribe por las mañanas, en lo que denomina un horario bancario, regado con café. En un rato, saldrá para la Universidad Pompeu Fabra, donde imparte clases de literatura.

Con los alumnos debatirá sobre la importancia del cuento en América Latina, pero esta mañana su interés se centra en la violencia de los narcos y cómo han convertido los asesinatos en mensajes, según las distintas maneras de matar; unos los envuelven en mantas y otros practican la llamada corbata colombiana (sacar la lengua por la garganta). A través de ese discurso de la violencia se identifica a los autores de manera que las víctimas se conviertan en mensajes del horror y así matan dos veces. La situación suena escalofriante. Hasta ahora, los mexicanos vivían en dos mundos diferenciados, el de la violencia y el de la vida común, pero el crimen organizado se ha convertido ya en otra normalidad. En algunas regiones del país funcionan escuelas para narcos, hospitales donde son atendidos, clubes deportivos donde están inscritos e iglesias para ellos. “La vida mexicana transita del apocalipsis al carnaval y en ocasiones mezcla las dos categorías”, como su nueva novela.

En el argumento de Arrecife, un músico retirado funda un resort en Kukulcán con extraños programas de entretenimiento: un paraíso que incluye ciertas dosis de crueldad. No es casual que la novela transcurra en el lugar de los antiguos mayas, una zona de esplendor religioso y gastronómico, donde solo quedan los mayas diminutos que sirven cócteles en los bares.

El fondo y la atmósfera de la novela tienen que ver con esa coreografía de la violencia, pero otra de las lecturas posibles de Arrecife se relaciona con la progresión de la contracultura. Frente a los que sostienen que todas las puertas que se abrieron en los sesenta encontraron una clausura apocalíptica o dramática en la realidad —la revolución sexual se truncó con el sida, la búsqueda de rebeldía acabó en la crisis de las ideologías, los paraísos artificiales de la droga en el narcotráfico—, Villoro defiende que los grandes anhelos de esos años no fracasaron del todo: “La contracultura ha encontrado formas de realizarse en otros ámbitos, como la realidad virtual y las nuevas tecnologías. Silicon Valley está lleno de hippies que pasaron del éxtasis del LSD al digital, encontraron visiones sustitutas”, cuenta. Quizás por eso, los protagonistas de su novela son precisamente dos músicos de esa generación, marcados por las secuelas de las drogas: “Pasé la primera parte de mi vida tratando de despertarme, la segunda tratando de dormir, me pregunto si habrá una tercera parte”, cuenta el narrador en el arranque de la novela. La obra transcurre justamente en ese tercer acto de la vida de las personas en el que, sin llegar a sentir la vejez, se enfrentan a los desafíos de las últimas oportunidades. Arrecife es también una novela sobre la amistad y el amor. “Es difícil encontrar temas más interesantes que la familia y los amigos. El gran enigma es la persona que está más cerca de ti”.

“Me gustó poner en tensión el narco y los clientes de un ‘resort’ ansiosos de peligros controlados”
Tony (Antonio Góngora), un trasunto con todas las consecuencias del bajista Jaco Pastorius —“heredó sus problemas pero no su talento”—, un adicto a la adicción, que sueña con medirse con su homólogo en la Weather Report, pone también la banda sonora. Ha perdido parte de la memoria, como consecuencia del abuso de estupefacientes, pero a lo largo del relato va recuperando recuerdos. Y su memoria llega de la mano de su íntimo amigo Mario Müller, cantante de Los Extraditables, el grupo de rock en el que ambos militaban y que fracasó. La amistad de ambos está hecha de afecto, pero también de heridas y deudas, relacionadas con la adolescencia, de lo que uno ha hecho por otro. “Una ayuda demasiado grande puede ser un motivo de irritación”, cuenta el autor.

Müller decide encarnar los sueños de transformación de la realidad en un proyecto turístico, una ciudadela de la redención donde juega a ser el alcalde mágico. “Müller se divierte con lo que siempre ha jugado el rock, la noción de peligro, esa frontera entre el placer y el daño. Por eso se le ocurren programas recreativos con una coreografía delictiva, como que te secuestre la guerrilla. Muchos europeos y norteamericanos buscan en el Tercer Mundo ese tipo de excesos. Vivir una revolución, pero por un fin de semana, o entrar en contacto con una emoción y luego volver a tu vida de bienestar”.

Villoro tiene un curioso tic. Necesita frotar su llavero para encauzar su mente. Inés, su hija pequeña, se lo robó en una ocasión y frotándolo entre sus manos gritó: “He heredado el negocio familiar”. Lo cuenta su padre divertido con el llavero entre sus dedos. “La novela nos puede procurar algo que solo provee la literatura y que nos ayuda a entender mejor el mundo; no se trata de una explicación cien por ciento racional, sino de la recreación de emociones que le dan sentido a una época y a una gente y esa manera de conocer emotivamente una realidad y una época solo la encontramos en la literatura”.

“La literatura es una forma del misterio, cuando uno escribe aclara el mundo a través de un libro”
Domina todos los géneros: columnista, cuentista, narrador y ensayista. Los temas sobre los que trabaja van surgiendo y los títulos llegan ahora a las librerías en avalancha. Junto a la novela, se reedita La casa pierde (Alfaguara), un libro de relatos con todas las bendiciones de la crítica; el cómic La calavera de cristal (Sexto Piso), que se convertirá en una serie arqueológica con diferentes personajes; y en México se ha editado también ¿Hay vida en la tierra? (Almadía), que reúne narraciones cotidianas que tratan de aprovechar la realidad, escritas hace 17 años y que ha ido colando en columnas periodísticas. Villoro bromea al escuchar la lista de trabajos que se juntan ahora. “Un síntoma de vejez, mi propio tercer acto de la vida”, remarca sonriente. “Soy un autor bastante disperso, me demoro mucho redactando —Arrecife ha tardado ocho años—, pero hago muchas otras cosas alimentarias como el periodismo o la crónica”. Tomó la decisión “precipitada” de dedicarse a la escritura y para sobrevivir se ve obligado a comportarse como un mayorista. “Se trata de una solución que me conviene, no soportaría estar en una oficina”. El periodismo, dice, le permite la posibilidad de salir de su casa. Si la tragedia de un hombre comienza cuando no puede estar solo en su habitación, ese es su drama. La situación de arresto domiciliario a que te condena la escritura de una novela le resulta una idea tediosa, especialmente para alguien que se define como fisgón y entrometido. “Me gusta averiguar cosas que solo puedes entender en el lugar de los hechos. Soy amigo del periodista Jon Lee Anderson, que en un año cruza el Atlántico veinte veces, pero yo no podría. Él lo que hace es cambiar de miedos cruzando fronteras, pero mi vocación de salir al mundo es limitada, mis odiseas acaban en 24 horas”.

Hace muchos años ya que se reconcilió intelectualmente con su padre, el filósofo Luis Villoro. Con él ha mantenido una relación ambivalente de estímulo y prevención. Cuando era niño, si le pedía que le contara un cuento, le narraba la Odisea, que era lo que tenía más a mano, pero con algunas variantes: Ulises no quería ir a Ítaca sino a Barcelona (su padre nació allí). Pero también estaba la otra parte. “Para un niño es difícil explicar que tu padre sea filósofo; él me comentaba que se dedicaba a buscar el sentido de la vida, y cómo explicas eso en el patio del colegio”. Villoro creció en una casa llena de libros y enseguida se relacionó con la lectura, pero hubo momentos en que pensó que la literatura no era para niños; había en esa biblioteca una condición de los libros como objetos habituales y, al mismo tiempo, ajenos. La relación que ha tenido con la lectura ha pasado por esos momentos. “Mi padre escribió un libro, La significación del silencio, lo que se comunica sin palabras, y a mí lo que me gustaba era el rock, que es lo contrario al silencio, el estruendo. De una forma impulsiva e infantil, cuando empecé a leer por mi cuenta me afilié a cosas que refutaran esto, la contracultura, el rock, la literatura. Mi padre detesta los chismes y las anécdotas personales, la gente que no produce ideas”.

Porque le gustaba o por llevar la contraria, Villoro conducía un programa de radio muy talibán, nacido con vocación fundamentalista por el rock progresivo, el heavy y el rock sinfónico, y detestaba cualquier traición a estos géneros. Pero una de las paradojas de la vida es que lo que te pareció profundamente ridículo en un momento puede regresar en forma nostálgica. El otro día escuchó en el metro Capri c’est fini y la sintió como una canción maravillosa y cargada de emociones. “Me regresaba a momentos de mi vida en los que nunca quise oír esa canción. Lo que repudias como presente suele ser el soundtrack perfecto de la nostalgia”. También quiso estudiar medicina, la carrera elegida ahora por su hijo mayor, pero se decantó por la sociología, y con el tiempo algún poso queda de ese trasfondo en sus libros. “La literatura es una forma del misterio, cuando uno escribe aclara el mundo a través de un libro, pero la gran paradoja de una narrativa es que lo aclara de una manera que no es unívoca, mantiene varias lecturas y hay un fondo de secreto. Me preocuparía que el marco sociológico fuera muy invasivo”.

Superado el rito de paso de la adolescencia y la segunda juventud, la relación padre-hijo fue invirtiéndose. “Es alguien profundamente ético, a quien no le hemos oído decir una mentira, con un compromiso social extraordinario, tiene 89 años y mantiene una correspondencia sobre ética y política con el subcomandante Marcos. Aquellos libros que a mí me parecían ajenos ahora son muy importantes”. Ahora lee sobre todo ensayo, libros de historia, biografías de autores, reflexiones sobre ética, divulgación científica… Define el ensayo, el género que más le gusta, como “un pensamiento que acompaña y ayuda a pensar”. Le gustan, claro está también, las novelas y la poesía. En la prosa ha encontrado distintos formatos, pero sería incapaz de escribir poesía, se le escapa esa capacidad de condensación.

Villoro pertenece a esa clase de narradores muy vinculados y en un sentido muy amplio a su país. Admira mucho a escritores como Graham Greene, que viajan por Vietnam o Cuba y escriben novelas convincentes de esos países, pero sus obras poseen un anclaje básico en sus circunstancias. “Si pensamos en Philip Roth, su literatura tiene que ver con Nueva Inglaterra y la comunidad judía; Dostoievski estaba anclado en Rusia, lo interesante es que en estos autores tenemos el extraño milagro de la universalización de la experiencia, lo que le ocurre a un chico judío de Nueva Jersey se convierte en nuestro problema”, añade.

Acaba de aterrizar en una Europa ahogada por la crisis y en una Barcelona cercada por los recortes y las manifestaciones, pero se muestra feliz de poder disfrutar de la libertad de pasear tranquilamente por la calle y a cualquier hora. “Los mexicanos estamos acostumbrados a las crisis, pasamos del país de la revolución institucional al país de la crisis institucional, las devaluaciones y asombros de la realidad son algo que damos por sentado, estamos acostumbrados a estas sorpresas”. Entiende que la gente se sienta abatida, pero, comparado con lo que sucede en otros rincones del mundo, los problemas de Europa suenan ciertamente menores. “Van a tardar en renovarse las expectativas más de lo que tardarían en países acostumbrados a la improvisación y en países donde la inseguridad es una norma de vida. El bienestar produce conciencia crítica y exigencia de que las cosas menores se cumplan, cuando prescindes de algunas cosas, que tal vez son superfluas o no son tan necesarias, te parece una pérdida mayúscula”, vaticina. Como narrador, se siente preso de una gran contradicción. “Uno de los problemas del bienestar es que resulta tedioso y narrativamente tiene una materia neutra”, por eso defiende que ahí donde surge el conflicto comienza la posibilidad de tener una historia. Personalmente, preferiría que México tuviera una sociedad de seguridad y democracia, aunque escasearan las historias. “Por el momento nos quedan las historias, como los ejércitos heroicos caemos, pero no sin frases celebres”.

Arrecife. Juan Villoro. Anagrama. Barcelona, 2012. 239 páginas. 17,90 euros. La calavera de cristal. J. Villoro y Nicolás Echevarría. Ilustraciones de Bef (Bernardo Fernández). Sexto Piso. Madrid, 2012. 72 páginas, 17 euros. La casa pierde. J. Villoro. Alfaguara. Madrid, 2012. 18,50 euros. ¿Hay vida en la tierra? J. Villoro. Almadía. México, 2012. 432 páginas.

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