lunes, 26 de diciembre de 2011

No vuelva usted mañana.

No vuelva usted mañana

Suele utilizarse el nombre de Larra para criticar a los funcionarios, pero el escritor se refería a la pereza del español medio, y no al trabajador público


Albert Lladó




Parece que ahora son los culpables de la crisis. Ni los bancos que ofrecían productos basura, ni la especulación urbanística que ha llenado de cemento nuestros litorales, ni las políticas que veían brotes verdes donde sólo había negros pozos. La crítica generalizada a los funcionarios llena diarios y tertulias. La imagen de un empleado público, ineficaz y holgazán, y que siempre está almorzando, ha ido haciendo mella en la sociedad. Pero funcionarios también son los médicos que salvan vidas, las enfermeras que cuidan a las personas con dificultades, el policía que arriesga su vida para que la de los demás sea más cómoda, o el profesor que nos abre la mente para que no caigamos, una y otra vez, en prejuicios creados con toda la intencionalidad.

Suele utilizarse el nombre de Larra para criticar a los funcionarios, citando una y otra vez el célebre artículo Vuelva usted mañana, publicado en 1833 en El Pobrecito Hablador bajo el pseudónimo del Bachiller. El escritor romántico, muy crítico con la sociedad en la que le tocó vivir, realiza una sátira del trabajador español, y le acusa de estar regido por el "pecado mortal de la pereza". El texto narra cómo un extranjero visita España para invertir su capital. Sans-délai, que viene de París, quería permanecer 15 días para resolver sus objetivos. El narrador del artículo le responde con una carcajada y le asegura que no se marchará de Madrid en menos de quince meses. "Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador", le dice.

Larra nos explica las peripecias que el extranjero va sufriendo. Primero busca un genealogista para encontrar sus antepasados familiares. La respuesta de la criada del "profesional" siempre será la misma: "Vuelva usted mañana". Un día está en los toros, otro; haciendo la siesta, otro; no se ha levantado todavía y, finalmente, se equivoca con su apellido. Más tarde, Sans-délai topará con un traductor, un escribiente, un sastre, un zapatero, una planchadora o un sombrerero. Ni rastro del funcionario, burócrata y despreocupado, al que tantas veces se alude al citar el conocido artículo.

Es cierto que al final del texto describe a un "oficial de mesa", una "señoría" que no les atiende porque dice estar siempre ocupadísimo, aunque la verdad es que está leyendo el periódico. Pero tampoco se trata de un funcionario tal y como hoy lo entendemos porque esa figura, en realidad, no existía. El empleado público típico del siglo XIX se llamaba "cesante", era designado por el político de turno, y elegido por sus filias más que por sus méritos. Ahí está la verdadera crítica.

El cesante, pues, es lo que hoy se reproduce en forma de cargos elegidos a dedo - podemos poner tantos ejemplos, aún... - y sin ningún tipo de experiencia anterior en el lugar que va a ocupar. Es por ello, porque el estado necesita técnicos cualificados y profesionales especialistas, que ya Antonio Maura, en 1898, denuncia la situación en un duro discurso en la Academia de Jurisprudencia (también lo hace, en 1888, Benito Pérez Galdós en su novela Miau). No será hasta el Estatuto de 1918 cuando se recogerá la inamovilidad de los funcionarios, medida fundamental para conseguir la independencia de la Función Pública, y la estabilidad de las administraciones.

Qué duda cabe que en un mundo complejo todo es revisable. Y, hoy, buscar la máxima eficacia no sólo es necesario, sino imprescindible. Pero culpabilizar a los funcionarios de la actual situación económica es, además de injusto, contradictorio. Mientras el autor de Vuelva usted mañana se ríe del "loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros", los funcionarios lo son por pasar pruebas, oposiciones y demostrar aptitudes. Es en la meritocracia - aunque ésta siempre sea discutible y llena de matices - donde el ciudadano encuentra la igualdad de oportunidades y, por lo tanto, garantiza su propia libertad y la de los demás. Podemos recortar el sueldo a los funcionarios, acusarles de que tengan empleo estable (omitiendo que lo tienen porque se han preparado para ello), pero no nos equivoquemos. "La verdadera intriga" para que un país no vaya a la hora, según Larra, es la pereza. "Ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas", nos avisa.

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