domingo, 27 de noviembre de 2011

La alegría es algo subersivo.

ELVIRA LINDO
Con la que está cayendo



La alegría va a acabar siendo un sentimiento subversivo. La crisis del 29 despertó las conciencias sociales pero también inspiró un arte cinematográfico, teatral, musical que trataba de iluminar unas vidas que de haberse limitado sólo a la realidad no hubieran pasado del gris. Al poeta sueco Tomas Tranströmer, premio Nobel de Literatura de 2011, sus compatriotas practicantes de la poesía comprometida, tendencia dominante en los setenta en su país, le acusaban de crear versos escapistas, ya se sabe, paisajes invernales, misterios de la vida cotidiana, recovecos de su mundo interior, de los sueños o la música. Antes de continuar, juro ante Dios y ante mis lectores que no tengo nada en contra de la poesía o de la novela social, tampoco de los cantautores, del teatro y del cine comprometidos o de las performances de Marina Abramovich que denuncian la soledad del ser humano, la incomunicación, la alienación del individuo, el sexismo, el racismo, vamos, que no se dejan un atisbo de injusticia sin denunciar.

Pero estoy radicalmente en contra de esa tendencia asfixiante a practicar un compromiso malhumorado que niega la alegría. La alegría se está convirtiendo en algo subversivo. Y a eso estamos contribuyendo aquellos que mostramos nuestro trabajo públicamente, porque, temerosos de que si confesamos cierto entusiasmo de vivir se nos tache de poco solidarios con la situación que, desde luego, estamos viviendo, nos entregamos a una seriedad continua, un poco impostada, y escribimos y hablamos, hablamos y escribimos sin respiro alguno sobre el nubarrón que ha ensombrecido nuestras vidas y que no hay viento que se lo lleve.

El otro día, leo a un escritor que cuenta la manera en que se está produciendo la transición del otoño al invierno, al caer las hojas desaparecen los colores, decía, y del color se pasa al blanco y negro, del óleo al dibujo a carboncillo. En fin, algo que, en principio, no debiera molestar a nadie. Pues bien, más de un lector entró a considerar si era lógico hablar de colores y árboles desnudos con la que está cayendo.


¡Con la que está cayendo!, la frase de la década. Inevitablemente, el severo juicio de unos pocos que pueden tachar de frívolo o insensible al cronista que un día se permite un descanso y decide no hablar del sistema financiero hace mella en cualquier alma bienintencionada; el resultado es que en los medios de comunicación estamos dejando de frecuentar el término medio: vamos de la columna catastrofista (lo cual es fácil con la que está cayendo) a la crónica petarda y malévola.

La consecuencia es que ese territorio del disfrute legítimo de la vida se nos está quedando hecho un erial. Y hay una ligera falsedad en ese proclamar a los cuatro vientos una preocupación constante por los males del mundo. De algo así escribía el otro día Javier Marías en su columna. Si tenemos sensibilidad todo nos concierne, está claro, pero no creo que ni el intelectual más comprometido se sienta concernido las veinticuatro horas del día. Si así fuera, su problema sería la consecuencia, sin duda, de un desequilibrio químico, y con prozac o similares aliviaría su propensión al derrotismo.

A no ser que seas "rico por tu casa" es imposible ahora mismo ser español y no tener algún hermano en paro, unos hijos mileuristas o aspirantes a mileuristas, una madre anciana a la que hay que completar la pensión y a la que no acaba de llegarle la ayuda de la famosa ley de dependencia, un amigo angustiado por la inseguridad de colaboraciones precarias o algún familiar que harto de buscar dentro decide largarse, volver a hacer las Américas, por ejemplo. Pero no significa que la vida no presente momentos que celebrar.

Hay cierta incongruencia entre nuestra actitud de catastrofismo perenne y la capacidad que uno observa en la calle de disfrute de la gente. Es como cuando un fotógrafo va a África y sólo muestra la imagen de las moscas revoloteando los lacrimales del niño. A pesar del nubarrón, no es tristeza sin esperanza lo que veo a mi alrededor, ni en Madrid, ni en el sur de España, ni en este Nueva York en el que el jueves se comieron algunos de los cuarenta y cinco millones de pavos sacrificados para celebrar el día de Acción de Gracias. Nuestro imbatible antiamericanismo nos lleva a considerar que expresar gratitud entorno a una mesa es algo peliculero. Sin embargo, esta fiesta no religiosa pero sí espiritual tiene algo reconfortante.

Todos aquellos españoles que pasaron por aquí y se acostumbraron a celebrarla continúan la tradición cuando abandonan el país. Dar gracias. Esta misma semana el suplemento de ciencia de The New York Times hablaba de cómo sentir gratitud ensancha el ánimo, o el alma, como antes se decía. Sentirse agradecido, aclaraban, que no es lo mismo que sentirse en deuda. Y puede ser entorno a un pavo o a cualquiera de esas cenas esmeradas que prepararemos en las casas cuando el año se cierre, a pesar del nubarrón o de que alguna desgracia nos haya caído este año sobre los hombros. Y dado que la alegría se está convirtiendo en algo subversivo me comprometo a practicarla y difundirla, a riesgo de ser considerada superficial por aquellos que han adoptado la frasecilla "con la que está cayendo" para amargarle la vida al prójimo.

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