domingo, 28 de agosto de 2011

Cosa de minutos/cuento corto.

Mar de Historias
Cosa de minutos

Cristina Pacheco
El amanecer llega montado en el camión de la basura. Daniel se concentra en escuchar el motor rabioso, la campanilla histérica y los gritos con que se anuncian los trabajadores de limpia. Son fuertes, llevan tatuajes en los brazos desnudos, ríen a carcajadas con una ostentación provocativa, intercambian expresiones violentas sólo para reafirmar su camaradería y a veces cantan.

Con las sábanas hasta la barbilla, Daniel los escucha en la actitud de un niño que oye lo que no debe oír. Mientras toma impulso para levantarse de la cama, se pregunta cómo serán las historias de esos hombres cuando abandonan el camión en donde transportan las huellas de otras vidas: desperdicios, ropa vieja, trozos de madera, latas, botellas, platos rotos, plantas marchitas, papeles.

Eso le recuerda sus proyectos para este día: ir a la Casa Pulido y luego al mercado para comprar un ramo de flores y colocarlo en la mesa. Le resultaba pequeña cuando vivían con él sus hermanas en esta casa de renta congelada y paredes salitrosas. Ahora que se han ido, la mesa le parece demasiado grande. Los muebles y las habitaciones crecen conforme las personas se contraen y las familias se reducen. La suya era de cinco miembros y ahora sólo queda él.

No hay quien le grite “levántate porque se está haciendo tarde”, o le pregunte si va a desayunar o le pida que al volver de su trabajo en la papelería se detenga en la tienda y compre algo. No hay tampoco quien le diga esta mañana “Felicidades, Daniel. Que vivas muchos años”. Ahora tiene que hacerlo todo solo: levantarse, preparar el desayuno, comerlo frente a cuatro sillas vacías, recoger los platos y desearse feliz cumpleaños.

II

La tarde anterior, en presencia de sus compañeros, la señorita Camarena, su patrona en la papelería donde trabaja desde hace ocho años, le dio libre el día siguiente –“Que tenga bonito cumpleaños”– y el invariable regalo: una caja con espuma de afeitar, un desodorante y una loción. Todo envuelto en celofán y adornado con un moño café. Cuando Daniel recibió el obsequio le aplaudieron como si acabara de anotarse una hazaña.

Después Magda, la dependienta más joven, le entregó un pliego verde en donde ella, a base de tijeras, había perforado el papel para dibujar dos palomas y entre ellas la palabra “Felicidades”. Daniel se sonrojó. Le hicieron bromas incómodas y él tuvo que celebrarlas mientras se dirigía, tropezando, a su sitio tras el mostrador. Desde allí miró la lluvia que lo llenaba de recuerdos y mantenía alejados a los clientes.

A la salida Daniel coincidió con Magda en la puerta. Aprovechó el momento para agradecerle el papel picado y asegurarle que iba a enmarcarlo. “No es para tanto”, le respondió ella y se fue taconeando sobre los charcos. Él caminó en dirección opuesta, con los obsequios metidos en una bolsa de plástico aunque pensando nada más en el pliego verde con la palabra “Felicidades” entre dos palomas.

Había dejado de llover. Daniel optó por irse caminando hasta su casa. No le pesó que estuviera desierta, no sintió miedo de enfrentarse a la ausencia de sus hermanas. Hizo planes para el día siguiente, entre otros ir a la Casa Pulido y dejar el papel picado para que se lo enmarcaran. ¿Qué tanto podía costarle eso? Lo que fuera, no importaba. La cosa era proteger el obsequio tan fino de Magda. Eso lo remitió a las bromas de sus compañeros. En secreto se sintió orgulloso de haberlas inspirado a su edad.

Recordó que mañana es su cumpleaños. Podía empezar a celebrarlo metiéndose al café de chinos frente al que siempre se detiene para mirar hacia el interior de paredes decoradas con espejos y garzas. Entró en La Pagoda caminando sobre el piso recubierto de aserrín y eligió el primer gabinete. Las bancas corridas le recordaron las de una nevería en los portales adonde iba con sus hermanas.

La mesera se dirigió a él sin mirarlo y tomó el pedido de prisa, como si lo supiera de antemano: “Café con leche y bisquets”. En cuanto la empleada se alejó, Daniel extrajo de la bolsa el papel picado. De verdad era bonito, parecía un encaje. Recordó a Magda con su bata azul, las tijeras colgando sobre su pecho y sus zapatos altísimos. Por primera vez en muchos años estaba pensando en una mujer.
Al acercarse con el pedido la mesera reparó en el papel picado. “¡Qué bonito! ¿Dónde lo compró?” “En ninguna parte. Me lo obsequió una compañera de trabajo”. Estuvo a punto de decirle “porque mañana es mi cumpleaños”. Se lo impidieron la sonrisa y el guiño malicioso que le dispensó la muchacha mientras se alejaba.

Daniel guardó el papel picado en la bolsa y se puso a comer con una alegría nueva, infantil. Por acercar la azucarera tiró la cuchara. Al levantarla se miró en un espejo. Le pareció que también llevaba muchos años sin mirarse o al menos no como se veía ahora: sonriente, despierto, vivo.

III

Daniel se refresca con la loción que le obsequió la señorita Camarena. Contra lo que supuso, el aroma le agrada y lo aspira con fuerza, como si quisiera perfumarse por dentro para vivir a plenitud su cumpleaños. “Se la pasa bonito, Daniel”.

Sale del baño y toma una camisa limpia. Lo sorprenden la lentitud de sus movimientos y el silencio que priva en el edificio. Rápido cae en la cuenta de que es jueves, sus vecinos están en el trabajo y los niños en la escuela. Aunque no quiera aceptarlo, extraña el bullicio que los domingos, a estas mismas horas, satura los pasillos.

Termina de vestirse y hace un itinerario mental para ese día: almuerzo en el mercado, compras allí mismo y luego visita a la Casa Pulido. Piensa en Magda. A la luz de un día pardo la amabilidad de su compañera cobra sus dimensiones reales: un gesto amistoso que merece agradecimiento. Lo asalta una duda: tal vez no se lo expresó lo suficiente. Puede hacerlo más tarde por teléfono. Magda lo tiene junto, por lo general es ella quien lo contesta. En caso de escuchar otra voz colgará. No quiere más bromitas pesadas.

Con el regalo de Magda protegido por una cartulina, rumbo a la Casa Pulido, Daniel se detiene frente al puesto de periódicos. Todos muestran imágenes pavorosas del atentado al casino Royale de Monterrey y cifras aterradoras: “52 muertos en poco más de dos minutos”. Leyendo a saltos se entera de que la mayoría de las víctimas eran mujeres de mediana edad, amas de casa, parejas.

La encargada del puesto enciende el televisor portáil en donde aparece un bombero rindiendo su testimonio ante las cámaras: “En el momento en que encontramos a la señora, su teléfono celular seguía sonando. Nunca sabremos quién la llamaba”. “¿Se imagina?” pregunta la vendedora absorta en la pantalla en donde se ven paredes carcomidas por el fuego, techos desplomados, muebles rotos y tres máquinas tragamonedas imperando sobre un infierno de escombros.

Daniel piensa en cuántas de las personas que estaban en el casino tendrían planes para hoy, cuántas estarían a punto de hacer un viaje o de celebrar su cumpleaños. “En estos tiempos tan peligrosos podemos perder la vida en un minuto”, dice la expendedora. Daniel asiente y se aleja agobiado por las escenas que vio y las historias que imagina.

Lo avergüenza pensar que en medio de esa tragedia él tenga urgencia de llamar a la papelería para decirle a Magda cuánto le agradece su obsequio y que está a punto de enmarcarlo. Según el tono en que ella le conteste, él podría invitarla a un café o a cenar (en plan de amigos, ¡claro!) porque después de todo es su cumpleaños.

Daniel camina de prisa. En cuanto llegue a la Casa Pulido pedirá que lo dejen usar el teléfono, desde luego pagando la llamada. Escucha a lo lejos la arenga de un hombre a través de un magnavoz. Es tan defectuoso que sólo deja comprensible parte del discurso: “armas, impunidad, corrupción”. Daniel se vuelve en busca del enérgico orador al tiempo que cruza la calle. Un automóvil a toda velocidad lo embiste y desaparece en medio del intenso tráfico.

La vendedora de periódicos escucha el golpe y los gritos y corre hacia el lugar del accidente. Enseguida reconoce a Daniel. Junto a su cuerpo ensangrentado quedaron un zapato, una cartulina enlodada y un trozo de papel verde en el que ya es imposible leer la palabra: “Felicidades”.

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