jueves, 27 de enero de 2011

Patagonia/ Margo Glantz

Cada vez que oigo mencionar al Perito Moreno recuerdo a mi madre: tenía dificultad para pronunciar las erres, por lo que perito era para mí una raza canina y no un glaciar. En realidad, un perito es alguien experimentado en un quehacer específico y Francisco Pascasio Moreno fue un científico; recorrió la Patagonia, siguiendo en parte las huellas de Darwin y, luego, en 1879, se desempeñó como experto para evaluar las zonas más apropiadas para la colonización argentina y definir los límites geográficos entre su país y Chile, siempre en pelea por esas regiones.

Tuve la suerte de pasar los primeros días de enero en la Patagonia, empezando por Calafate (de donde son los Kirchner), provincia de Santa Cruz, lugar clave para visitar parques, lagos, glaciares y sus sucedáneos, los icebergs, presentes en la mente popular por la catástrofe del Titanic. Nuestra guía explica en su mal inglés –cosa habitual en todas partes, excepto en el Machupichu, donde hasta el japonés parece pronunciarse bien– que los glaciares son masas de hielo en constante movimiento; que ocupan vastas extensiones de territorio y se adaptan al mismo como verdaderas inundaciones (¿?) sin distinción de cuencas (¿?); que se forman por la acumulación de nieve en las cuencas superiores (¿?), transformada ésta en gránulos que eliminan los vacíos de aire, congelan el agua, unen los cristales y comprimen la nieve hasta formar una masa opaca llamada neviza, compactada aún más para constituir el hielo esponjoso que da origen al hielo glaciar de masa cristalina y azulada, aunque luego se nos explique que ese maravilloso color azul reproducido al infinito es una pura ilusión óptica.

Tomamos un transbordador o cataraván –nombre tan hermoso como el de los pájaros que por allí habitan, los cormoranes– para recorrer el lago Argentino, bautizado así por Moreno, y sus glaciares, el Upsala, el Onelli, el Spegazzini y el Perito, de los cuales el último es el único intacto, pues recupera el hielo que, constante, se desprende de él; lo visitamos por todos los costados y mi hija y nietos lo recorrieron con grampones, actividad que mi edad provecta me impidió hacer. Tuve que contentarme con visitar una estancia que exhibía –como escribí en mi columna anterior– el arreo de ovejas y su esquilma, aunque me enteré luego que esa hacienda pedía prestados sus animalitos a otras para poder ofrecer el show a los turistas desprevenidos y ociosos, como yo.

El frío glacial –sin exagerar ni pleonasmos–, el viento violento –perdonen el ripio (y eso que estábamos visitando en el verano)– nos acompañaron durante el trayecto de 45 minutos desde el canal de los Témpanos, mientras pasábamos frente a los distintos glaciares hasta la Pared de la Ruptura del Perito Moreno, donde oímos –admirándola– la estruendosa caída de los enormes bloques de hielo.

Pobre e inolvidable Perito Moreno, como todos o casi todos los grandes exploradores y científicos, la mala suerte lo acompañó. ¿No escribió en alguna ocasión estas lastimeras palabras que transcribo en su honor?:

“Tengo sesenta y seis años y ni un centavo (...) Yo, que he dado mil ochocientas leguas a mi patria, y el Parque Nacional, donde los hombres del mañana, reposando, adquieran nuevas fuerzas para servirla, no dejo a mis hijos ni un metro de tierra donde sepulten mis cenizas.

Yo, que he obtenido mil ochocientas leguas que se nos disputaban y que nadie en aquel tiempo pudo defender sino yo, y colocarlas bajo la soberanía de la Argentina, no tengo donde se puedan guardar mis cenizas: una cajita de veinte centímetros por lado. Cenizas que, si ocupan tan poco espacio, esparcidas, acaso cubrirían todo lo que obtuve para mi patria, en una capa tenuísima, sí, pero visible para los ojos agradecidos…”

Yo sí se lo agradezco, aunque no soy argentina; yo que cursé el tercer año de primaria en una escuela llamada República Argentina, donde, todas las mañanas entonaba, junto con el himno nacional mexicano, el de ese país austral.

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