martes, 20 de julio de 2010

La Brenda, eufórica.

Hemos abandonado Playa del Carmen y sus hermosas playas de arenas blancas y finas, vamos rumbo a Cancún en búsqueda de la ropa de lino blanco que yo necesito.

La Brenda ignora por completo la suerte que corrió mi traje de lino blanco que usé en mi última boda. Ese día de la boda, me preparé como siempre para cumplir con elegancia y decoro, me puse el traje de lino blanco que recién había comprado para tan magna ocasión. Es más, La Brenda no sabe que me he casado un par de veces, pero esa última boda fue apoteósica. Me casé en el fondo de una cueva, en lo alto de un cerro, la esposa era una mujer joven, antropóloga mexicana, que se dedica al estudio de la historia prehispánica, y por ello me pidió que hicieramos algo novedoso, al estilo de los antiguos mexicanos.

Yo acepté que el rito fuera al estilo de los meshicas del Valle de México. Nos introdujimos a la cueva, los invitados que no pasaban de treinta personas, el shaman casamentero y nosotros, la pareja en cuestión. En la más absoluta oscuridad, se inició la ceremonia, con una música de tambores y caracoles, y cantos en nahuatl que entonaban las mujeres invitadas, que después percibí, entre las penumbras, que iban adornadas con plumas y taparrabos, como los antiguos mexicanos.

El shaman preparó una fogata en medio de la cueva, una gran fogata, con carbón vegetal, a la cual arrojaba de vez en cuando, varios kilos de chocolate, azúcar, canela, clavo y algunas hierbas aromáticas, que despedían un aroma embriagador. Mientras tanto, los novios estuvimos hincados por varias horas, envueltos en una nube intensa con olor a chocolate. Nos colocaron muy próximos a la fogata, la novia y yo resultamos con los atuendos quemados por las chispas ardientes que despedía el fuego, mi traje de lino blanco estaba perforado por una infinidad de pequeños agujeros, sobre todo el saco. El pantalón de lino blanco se destruyó en la parte de las rodillas por el roce con las piedras del suelo.

Por eso, hoy quiero un traje de lino blanco para reponer aquel que destruyó el rito mexicano de los prehistóricos.

Estamos La Brenda y yo en una elegante boutique de Cancún, que tiene una colección de ropa para caballero de una firma italiana. Ya me probé el traje de lino blanco y me quedó estupendamente bien. La Brenda lo pagó con una tarjeta de crédito de American Express, platina, sin chistar por el precio. Me estampó un beso prolongado en la boca y salimos felices y contentos al malecón.

La Brenda tiene muchas ganas de gastar la plata que tiene depositada en sus tarjetas de crédito internacionales. Ahora me toca a mi acompañarla a que escoja algunos trapos elegantes, que se encuentran dispersos en varias boutiques de este bello puerto del Caribe mexicano.

Le he pedido que mejor la espero en un café, leyendo los diarios locales y nacionales y bebiendo café de primera clase, Illy el italiano.

Ella viene hacia mi, después de tres horas de intensas compras, cargada con varias bolsas gigantes que anuncian a marcas elegantes, muy sonriente, dichosa, con paso firme y cadencioso.

Ella y yo sabemos que lo que acaba de suceder es un síntoma de su fase maniaca, ese deseo desbordado de gastar la plata en lo que sea. Nos miramos y comprendemos de qué se trata este safari de compras salvajes.

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